domingo, 3 de septiembre de 2017

Pobreza.

LA POBREZA NUNCA SE VE. Se esconde bajo un amargo pañuelo de impotencia, vergüenza y miedo. Qué dirán, qué pensarán, qué será de nuestra vida. Desde el barco nunca se ve a quienes caen al agua sin saber nadar, pero están ahí. Siguen hundiéndose hacia el fondo. Podremos desviar la vista al horizonte, hacer como que no los vimos, arriar las velas y dejarlos allí. Pero sus ojos desesperados seguirán bajo el agua, esperando la mano que nunca quisimos darles.
LA POBREZA NO SE PUEDE VER. Hemos creído erróneamente que son pobres el mendigo o quien muere de hambre en un campo de refugiados. Pero es que ellos dejaron de ser pobres, desgraciadamente, ni siquiera llegan a eso. Es que ya no tienen NADA. Comparar nuestra situación con la de ellos además de inútil e insensible, sólo sirve para invisibilizar aún más a quienes aquí lo sufren. Y es, además, el juego más antiguo y utilizado por los amos del mundo para que la gente no se cuestione su falta de derechos: “No te quejes por cobrar 600€ echando 10 horas, piensa en los que no tienen trabajo”. “Si no puedes pagar la luz no te quejes, piensa en quienes nunca tienen”. “Esclavo, no te quejes tanto por un latigazo. Mira a quienes les dan 10”. Es una discusión fácil, artificial, ganada de antemano. Siempre va a haber gente que esté peor que nosotros. Así, mirando siempre hacia abajo conseguirán su objetivo: Que nunca miremos hacia arriba.
La pobreza habita en esa vieja casa donde una pareja de ancianos con 600€ de paga, aloja y alimenta a una familia de 7. Se oculta bajo el polvo de esos cajones de la tienda, con cientos de currículos de jóvenes universitarios cuya última frase era “trabajar de lo que sea”. Ese mismo chándal viejo y sucio del niño que se sienta en clase al lado de tu hija. Esas gafas que necesito pero que no me puedo comprar. Los niños mojándose en la parada del autobús escolar sin marquesinas, o esperando un comedor para su colegio. El invierno con paño de estufa sin estufa. Ese hombre alcoholizado en la esquina del barrio, que trata de vender una caja de chocos sorteándola con la baraja de cartas, para seguir tragando con vino el dolor de la pescadería que perdió. El bocadillo de mortadela de la marca más barata que haya. Póngame 10€ de gasolina para el coche. Señor, una moneda por favor. SE TRASPASA. OFERTAS POR LIQUIDACIÓN. Abuelo, ¿has cobrado ya? Dicen que mañana van a echar a dos más en la empresa. Hija, ¿hace frío allí en Berlín? Abrígate.
Y luego, la economía sumergida. La historia legendaria del que cobra el paro con un Mercedes, o el que se hizo millonario haciendo chapuces sin declarar, suele estar entre los grandes éxitos del cuñadismo radical. El argumento irrebatible que hará aflorar la riqueza consiste en confiscarle la caja de chocos al que la vende con la baraja. “El defraudador de la baraja” lo titularán con foto a todo color en los Diarios. Pero eso, queridos e ilustres jueces de la hacienda pública, no es hacer “aflorar la riqueza sumergida”, sino más bien la “pobreza sumergida”. La riqueza que de verdad se evade no está en el camarero que curra 10 horas con sólo 4 en la nómina, sino en el trepa que le contrata sin seguro. El dinero no lo tiñe de negro quien lo cobra, sino quien lo paga. No conozco a nadie que diga ser feliz trabajando sin asegurar ni poder cotizar. Pero, desgraciadamente, es lo que hay. Con 400 Euros de paro, hijos, hipoteca, luz, agua e IBI, quienes pillan 200 o 300€ de donde pueden, antes que evasores son SUPERVIVIENTES. Y que conste que odio y condeno el fraude fiscal. Pero en la cola de los defraudadores espero ver el último al de la caja de chocos, y encabezándola, a todos esos españoles muy españoles, que tributan en Islas Caimán o en Gibraltar para negarle la pasta que les sobra, a la Sanidad y la Educación que mata la pobreza de sus compatriotas.
El consumismo ha conseguido perpetuar un ficticio estado de bienestar, que no se basa en derechos y servicios sociales como antaño, sino en la ley del mercado y de la selva, donde la banca siempre gana y nunca pierde. Una droga blanda que ha calado hasta el punto de hacer creer a la gente, que ir a supermercados, abarrotar tiendas de ropa o comprar móviles con cámara era el indicador más fiable de nuestra riqueza. La clase media.
LA POBREZA NO SE QUIERE VER. Avergüenza no sólo a sus espectadores a salvo, sino a sus incautas y potenciales víctimas. Pocos aceptan que un día pueden ser pobres. La mayoria, no es consciente si quiera de que lo es. Se oculta a la sombra de un sistema que la convirtió en una visión desagradable para quienes creyeron no padecerla. “Limpia Madrid”, grafiteaban en la pared los NeoFascistas en aquel Madrid de los 90 cuando quemaban mendigos en plena calle. Como en el genial “Plácido” de Berlanga: vistan mejor a esos pobres, por favor, que quedan fatal en el encuadre a cámara. Ensuciarán las maravillosas puestas de sol y robarán plano a esos deliciosos langostinos de Sanlúcar que muy pocos sanluqueños pueden permitirse comprar. Más arena para tapar los aliviaderos y más limpieza en las calles del centro para que salgan relucientes en Facebook y en Youtube.
Da igual, no se limpien las gafas para buscarla por la calle ahora. Dejen de torturar las estadísticas y de contar el cuento de su vecino, el que va al INEM en un Audi A6. No servirá de nada que se operen de cataratas, que se pongan lentillas o usen telescopios o microscopios.


La pobreza no se ve con los ojos, sino con el corazón.

Francisco Oliva.



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